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¡Cuán penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta el dolor!
Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no por vagas menos intensas;
y no hay punta más acerada que la de lo infinito.
¡Delicia grande la de ahogar la mirada en lo inmenso del cielo y del mar!
¡Soledad, silencio, castidad incomparable de lo cerúleo!
Una vela chica, temblorosa en el horizonte, imitadora,
en su pequeñez y aislamiento, de mi existencia irremediable, melodía monótona
de la marejada, todo eso que piensa por mí, o yo por ello
-ya que en la grandeza de la divagación el yo presto se pierde-;
piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos,
sin deducciones. Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí,
ya surjan de las cosas, presto cobran demasiada intensidad.
La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo.
Mis nervios, harto tirantes, no dan más que vibraciones chillonas, dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez.
La insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me subleva... ¡Ay!
¿Es fuerza eternamente sufrir, o huir de lo bello eternamente?
¡Naturaleza encantadora, despiadada, rival siempre victoriosa, déjame!
¡No tientes más a mis deseos y a mi orgullo!
El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido...
Charles Baudelaire